Campari

Solíamos ir con Elvis al Norfolk, un pub inglés, después de los exámenes, a tomar un Campari con naranja. Era lo más parecido a un ritual, fútbol y la copa de marras. Después de la medianoche la peña futbolera desalojaba y disfrutábamos de la música tenue de un piano de fondo. En aquella intimidad salían a la palestra los amores de ida y vuelta, el tema recurrente hasta la obsesión, la agitada vida intelectual de los universitarios regada con el mayor de los gozos, lo que daba sentido a la vida, tal o cual chica que siempre te hacía caso y con la que mantenias un tango lleno de oscilaciones similar a la noria, a los columpios voladores. Al volver a las habitaciones recordabas lo efervescente de la conversación con los movimientos del vaso buscando las palabras, extrayendo pinceladas de recuerdos y anécdotas que resultaban apasionantes para hacer una valoración de la bohemia. Fuimos la generación que más se desnudó para aportar detalles sobre lo que unos llaman amor y no es más que sexo y al revés. Hoy me sorprende que una mayoría de gente desconozca lo que es un Campari con naranja, la bebida que inventó Gaspare Campari allá por 1867, en el café de Milán, que consistía en un aperitivo a base de hierbas y cortezas de naranjas amargas. Se ha ido transformando con vodka, ginebra y vermú. Nosotros conservamos la original.  Jugo de naranja y soda servido en vaso alto con hielo picado. Así se ha preparado durante más de un siglo. Un cocktail de grado medio, 28 grados, tonificante, refrescante, de color rojo y sabor amargo. Una bebida alcohólica obtenida de hierbas amargas, plantas aromáticas y frutas en alcohol y agua, alrededor de unos ochenta ingredientes, aunque la receta permanezca secreta por deseo de su creador. Durante los últimos cinco días de crucero por el Mediterráneo en compañía de unos amigos volví a recrear este lugar en el tiempo. No había vuelto a probarlo desde entonces. No quise comentar la anécdota, simplemente sonreí contagiado por la alegría de la noche, los turistas, las musiquillas encontradas y esa felicidad del recuerdo, un recuerdo congelado, inamovible, rotundo, con la misma nitidez que te da una fotografía.


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