Vigo

 No parece que fuera ayer, nunca lo parece. Parece lo que es. Vigo es mar, playas, melenas al viento, rubios dorados, sonrisas saladas, pastelerías, gaitas, embrujos, leños ardiendo, conjuros y meigas. Yo me sentaba en la calle Príncipe a ver pasar bellezas. Y sentía el aroma de incienso del botafumeiro en la Catedral de Santiago de Compostela. Y veía las dunas de Corrubedo, las islas Cíes, Bayona, A Guardia, y hasta a las carmelitas, las monjas de clausura de Sabaris. Y si cerraba los ojos, New York. Las maletas de mis padres llenas de pegatinas, la Coca-Cola original, el Camel, Winston, y el Chivas Regal etiqueta roja. Todo en una mañana, pacientemente recostado en una silla de plástico que simulaba bambú de aquel Flamingo que ya no existe. Me acercaba al mítico Goya, a Bonilla, La Favorita o al mismo Círculo Mercantil a ojear la prensa buscando a Laxeiro, Méndez Ferrin, o la pintora Mercedes Ruibal. Los barcos a vapor que tiznaban la ropa de motitas negras, redondas, como moscas. Y si voy más atrás, el tranvía que alcanzabas en marcha con sus bancos de madera. Vigo es una ciudad romántica, que se mueve, cambia, muta, rebelde, fresca, de colorido pastel, salvaje, cosmopolita, diferente. Los niños se tiraban del muelle al llegar el verano, hacían apuestas, prestaban sus bicicletas, ofrecían sus refrescos con pajita mientras sonaba la música de fondo en El Rosal. En bañador, mirando cómo las embarcaciones se mecían en ese vaivén reconfortante, acompasado, del pequeño oleaje tocando la quilla. Comíamos pipas, garrapiñadas, plátanos, chocolate con sonrisas de aventura. No había prisa solo momento, intensidad, efervescencia. Y volvías a casa con paso seguro, y algún pequeño beso guardado que aquella pelirroja soltó aprovechando que los padres miraban para otro lado. No parece que fuera ayer. Nunca lo pareció. Pero, hoy, sin permiso, asomó la cabeza y sopló las velas que alguien por descuido dejó encendidas. Sí, ese Vigo atrevido que viene y va pero nunca se queda.

Imagen: Facebook/Turismo de Galicia