Los maniquíes

 Los visillos cayeron de golpe y apareció el desencanto. Las letras del coche, el colegio de los niños, la guardería, mantener el servicio para que los señores dispusieran de más tiempo, calidad de vida, por aquello de que, recoger ciertas miserias, del suelo, donde sea, es tarea un tanto ordinaria para quienes pretenden distinguirse del resto y concentrarse en actividades más profundas, más intelectuales, productivas. Vivimos en una sociedad ruin, donde hay que generar dinero, putas, chaperos, fregonas, empleados de banca y un sinfín de profesiones de mucha alabanza y poco sentido que, fríamente pensado, no serían ni necesarias. Se paga peaje por las apariencias, por la ausencia de color, donde los seres humanos no son más que radiografías simulando vidas que están muertas. Hemos cogido gusto al llanto, la queja, la ansiedad y el sexo, si se practica, es a modo de máscara, maquillaje, el baile de los tontos, acomplejados, que han encontrado en simulacros la mejor de sus representaciones. Se arrastran como bultos, apelotonados por las calles, mientras sus rostros insípidos, enfundados a la moda, se reflejan en las lunas de escaparates, carnicerías, ferreterías, muy apropiadas para piezas de despiece y tuercas fallidas, engranajes a base de poleas que siguen un movimiento aprendido para calificarse de alguna manera, humanos, por ejemplo. "Ya no hay locos en las playas", no. Han perdido la sonrisa, la voz, el grito, el aullido, la capacidad de recitar un poema, también. Cambiamos honestidad por reputación, esa falsa piel que ni siquiera es de abrigo porque no produce calor, delirio, pasión. "Fiesta de los maniquíes, no los toques, por favor". Programados para matar, morir en vida, que sé yo, la tragedia griega rentabilizada sobre la verdadera felicidad, la capacidad de elegir, mencionar, distinguir, apuntar, focalizar, en pocas palabras, volar. Oiga, usted. De qué me habla, recíclese, son tiempos modernos, el dinero digital, edificios vacíos con luces encendidas viviendo vidas ficticias, sin latidos de corazón. Canten, beban, adornen, pónganles nombre a las cosas, para eso están los idiomas, extiendan sus nudos, cuerdas, apliques, enchufes, fantasías de cartón, perfecto. Unas palmaditas en el hombro, felicítense ante tal maratón. Semejante proeza merece celebración, bingo, premio, medallas y cascabeles que hagan ruido, mucho ruido. Tal es el tamaño del engaño. Pero, recuerden, no lo olviden, van a morir, sí. A marchas forzadas ya lo están haciendo. Ese frío o vacío que mitigan con ansiolíticos, hamburguesas, televisión, pantallas de todo tipo, relaciones de pega, de quita y pon, son los vendajes de heridas abiertas, apósitos, despojos de cánceres galopantes, que minan el alma; ese habitáculo, aparentemente, minúsculo, liviano, ilocalizable, que un día los presenció, sí, en el nacimiento. Dicho elemento estaba ahí, con ustedes. Pero, claro, todo cansa, todo agota, todo tiene un final. El alma elige quedarse o marcharse. Muere el envase, lo carnal. Y en la noche de todos los tiempos solo las sombras nos recuerdan que un día también estuvo la luz, haciendo acto de presencia y se fue. De un impulso hacia arriba, hacia el infinito, al encuentro de los sueños, los latidos, donde las playas se muestran abarrotadas de locos y poetas.

Imagen: maniquíes/dhgate.com




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