El juez

 Somos todas las versiones de la escala musical, permitírselo ya es otra cosa. Somos el resplandor que se apaga por momentos, la cerilla que prende en la gasolina, el topo, la gallina, y si la vida lo requiere, un jaguar, el león, hasta la araña que pacientemente teje su telaraña para atrapar a la mosca. Somos los mismos que se repiten en sueños, pesadillas, alternando otros cuerpos, otras caras, en épocas, conflictos, espacios alternativos, secuenciales, del tiempo y el no tiempo. Somos la sombra que acompaña al objeto, la materia. Aquella noche, Mario, lo supo con más precisión que nunca. Palpó sus bolsillos, su gabardina, se recreó en sus zapatos de charol, era él, no cabía duda. El hombre que atravesaba la calle Alcalá preso en algunos de sus torreones, falsificando miradas alquiladas, los mismos pasos que llevaba delante, todo se diluía mágicamente, de una forma solemne, extraña. Una llamada por la mañana, una muerte súbita, de repente, Alicia, había aparecido muerta en el sofá, delante del televisor. Ella, su amante, la única mujer capaz de verle las entrañas, de olerle en la lejanía, de recomponerle como a un puzzle, fallecía de infarto. Y sobre la mesa, un papel, un bolígrafo y la palabra Ángel. "Ángel, tan peligrosa, tan infantil, ángel, le gusta verme sufrir. Ángel, nunca me dice que sí, ni que no, ángel, juega con mi excitación. Ángel, solo me encuentra quien me buscó, ángel, no tan deprisa, mi amor. Dame tus labios de caramelo, vamos juntos al séptimo cielo, yo soy tu ángel, ángel pecador." La canción de Mondragón. Así, tal cual, dentro de un libro, su hermana rescató este texto como una premonición, como antesala, despedida, de lo que iba a ocurrir. Mario, de profesión juez, entró en Nebraska, cansado, solo, ausente, de prestado. Pidió un sándwich mixto con huevo. Algunos de los presentes desde las mesas lo saludaban. Querido, admirado, un juez insobornable, casi un milagro en nuestros días, enamorado de su profesión. Miró largamente a través del cristal las luces de neón. Tintineantes, rojas, verdes, amarillas y unas gotas de lluvia. En su peor versión, era la nota más baja de la escala musical. Tenía que subir, un poco más, venga, medio impulso y otro medio después. Un tono sobre otro tono, para sacar la cabeza. Le dio la risa. Volvió a reír dos o tres veces. Ya había dictado sentencia. Revolvió su maletín marrón, de piel. Se quitó el reloj, las gafas, pagó la cuenta. Ya de pie, con su enorme estatura y sombrero puesto, hizo una seña al camarero para ir al wc. Ya no salió más. Allí se pegó un tiro, limpiamente, lúcido, con pleno conocimiento de que era lo más acertado, la mejor de las soluciones. Alicia estaba cerca, en la esquina, fuera, para perderse de la mano con él, por ese Madrid donde nadie es forastero.

Imagen: Nebraska en Gran Vía. Kike Para/el pais.com



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