Antonio Gala

 Tirar la piedra y esconder la mano. O mudar la piel en un claroscuro poco acertado o demasiado evidente. Sí, Antonio Gala roza la genialidad y hasta la supera con la palabra, en lo suyo, la literatura. Pero no siempre ejecutar una tarea hasta la perfección define la grandeza de un individuo. A veces, esa supuesta imagen perfecta se ve empañada por el peor de los paisajes. El más oscuro, miserable. Al margen de premios, triunfos, títulos, condecoraciones, altillos, altares y cielos. Detrás de la pluma de este insigne escritor, magnífico sin discusión, encontré a una mala persona. Así, llanamente, directo al hilo de la madeja. Sin rodeos. Tenga Fundación, poder, patrimonio, sus entrañas son las que son. El mito se cae en su versión más personal. La Torre de Babel se viene abajo. Sigo disfrutando de sus brillantes entrevistas, publicaciones sin que por ello ésta visión lo empañe, le reste, pero no es mi cometido ignorarlo, mirar para otro lado, no. Al señor Antonio Gala hay que echarle de comer aparte. Efectivamente, señora, caballero, a tal insigne escritor solo le han aguantado sus perros, a los que no pongo en duda les dio una experiencia de vida magnífica, a todo tren. Vanidoso, egocéntrico, cruel, de una crueldad y sadismo que chirría, que no pasa desapercibida, que hiere en el alma. Vengativo, perverso, tacaño patológico, miserable. En aquella entrevista en su casa de Madrid salí dispuesto a no repetir. Y lo mantuve durante los años de profesión. Antonio Gala trataba al personal doméstico a la baqueta, con ordinariez, desdén, clasismo exagerado, bien marcado, qué no llevara a duda quién era el señor, mejor, un Dios. De conducta chabacana, ruin, soez en sus expresiones. Me refregó hasta la saciedad qué el muchacho joven que permanecía con nosotros durante la entrevista era su amante, entre otros que alternaba, su asistente, su criado y como tal lo trataba. Y así impasible lo describía. Una situación fuera de lugar, desagradable y patológica. Fruncía esos labios finos de lengua viperina y el rostro semejaba ser el de un reptil. Angustiante, sentí ganas de vomitar. Ese perfume a narcisismo de manual, falta de empatía hacia sus semejantes, amargado, envenenado, infeliz, rastrero, que delante de una cámara se controla un poco más consciente de lo que tiene que vender, hacer caja. Porque el dinero es lo único qué le importa. Sí, Antonio Gala escribe por dinero. Sé que todos lo hacen, por supuesto, pero en él esta motivación tiene un grado. Ganar para acumular. Como Tío Gilito. Así de pueril. Una adoración enfermiza que se hace evidente aplicando la observación y ciertos conocimientos de clínica. Tiene la habilidad de proyectar sus monstruos al papel, o sublimarlos para aplicar el perdón, como ese Dios del Olimpo que juega caprichosamente con los dados y designios de otros obteniendo su placer. Y lo hace alternando el amor y sus desdichas, y en personajes femeninos, preferidos por el autor, moviéndose como pez en el agua. Genial, al tajo, porque en la soledad de una celda cartuja el monje se enfrenta al espejo, devolviéndole el espectro de su propia realidad, aquella que torpemente eligió creyéndose mejor que el resto de los mortales.

Imagen: Antonio Gala/Agencia EFE



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