José Luis Coll

 Coll subía las escaleras del Dígame -antes en Virgen del Puerto, después en la calle Cervantes, finalmente en Sor Ángela de la Cruz-, fatigado, sin aliento, anciano, mayor. Tenía que pararse en el rellano de la escalera y algún becario le ayudaba a subir. Odiaba los ascensores. Nos llevamos a partir piñones. A mí me tocaba picar su columna, que no enviaba por fax, personalmente, escrita en DinA4. También lo hacía con Alessandro Lecquio, Rafael Vera y Amilibia. Escasas veces algún Editorial de Emilio Rodríguez Menéndez, por causas de fuerza mayor, él lo hacía oralmente, todo de cabeza, al dictado de algún redactor, el que tocase en ese momento. También existían otros colaboradores ocultos bajo pseudónimo y trabajando para el País y La Razón. Con Amilibia la relación era tensa, nunca fluida, al contrario que con su mujer. A Ketty Kauffman la conocí en casa de Massiel cuando hizo la mudanza a ese maravilloso ático de la calle Chinchilla, al lado de Gran Vía, con su perro "Bola" y Aitor, hijo. Pero volvamos a José Luis Coll. Un sentimental, noble, humilde, sencillo, socialista convencido, militante del PSOE, y trasquilado por el paso del tiempo, por amistades que supuso leales y no lo fueron tanto, rompiendo confianza, recuerdo, y un montón de cosas más. Conservaba, aún así, esa inocencia del niño interior intacta, que encontré también en Mingote, al que traté íntimamente. Ese pequeño Coll contactaba con el niño Emilio, gordito, herido, ridiculizado en casa, escuela, y falto de cariño. Que fácil es juzgar, verdad. Siempre falta alguna pieza que da sentido a todo lo demás. Breves pinceladas para un gran actor, humorista, escritor español que, un día llorando me abrazó y me sentó: "Ven, vas a saber lo que fue mi vida y nunca se publicó".

Imagen: José Luis Coll/Libertaddigital.com



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